LA LEYENDA Y EL NIÑO

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De todos los cuentos y leyendas que de niño escuché esta leyenda del Viento fue la inolvidable.  Se metió en mis venas quemándome la sangre, sumándose a mi vida para siempre.

La narraban los únicos hombres capaces de contar cosas universales: la peonada de las viejas estancias, los estibadores que volaban sobre los tablones con su carga de trigo o de maíz, el paisanaje de las esquilas en esos octubres de nubes redondas como vellones dispersos por el cielo, los gauchos que cruzaban aquellas pampas abiertas, donde las leguas sólo podían ser vencidas por la espuela y el galope.

Los días de mi infancia transcurrían, como la de todos los changos, de asombro en asombro, de revelación en revelación.  Nací en un medio rural, y crecí frente a un horizonte de balidos y relinchos.  Los espectáculos que exaltaban mi ,entusiasmo no consistían en mecanos, rompecabezas, volantines o barriletes.  Era un mundo de brillos y sonidos dulces y bárbaros a la vez.  Pialadas, vuelcos, potros chúcaros, yerras, ijares sangrantes, espuelas crueles, risas abiertas, comentarios de duelos, carreras, domas, supersticiones, mil modos de entender las luces malas y las cosas del "destino escrito".  En aquellos pagos del Pergamino nací, para sumarme a la parentela de los Chavero del lejano Loreto santiagueño, de Villa Mercedes de San Luis, de la ruinosa capilla serrana de Alta Gracia.  Me galopaban en la sangre trescientos años de América, desde qué don :Diego Abad Martín Chavero llegó para abatir quebrachos y algarrobos y hacer puertas y columnas para iglesias y capillas, y de cuyos contratos quedan algunos papeles revisados por el Dr. Lizondo Borda y transcriptos en sus Documentos coloniales del Tucumán, obra publicada por la Universidad tucumana hace veinticinco años.  Por el lado materno vengo de Regino Haram, de Guipúzcoa, quien se planta en medio de la pampa, levanta su casona, y acerca a su vida a los Guevara, a los Collazo, gentes "muy de antes", cobrizos, primitivos y tenaces, con mujeres que fumaban en pipas de yeso a la hora crepuscular, cerca de la amplísima cocina donde se refugiaban algunos corderos "guachos".

Todo ese mundo, paz y combate en mis venas entre indianos, vascos y gauchos, determinaban mis alegrías, mis sustos, acuciaban mi instinto de muchachito libre, me hacían crear un idioma para dialogar con los juncos de los arroyos.  Cuántas veces evoco aquellos días de mi infancia, y me veo, con apenas seis años sobre mis chuncas, montado en un petizo doradillo, "en pelo", un "bocao de soga", y galopando entre los pastizales, sintiendo en las desnudas pantorrillas el lanzazo de los cardos azules, oyendo el alerta de los teros en los bajíos, atravesando una alameda que me hechizaba con sus extraños silbos en la tarde, llegando luego a mi casa con la bestia sudada y temblorosa de nervios y fatiga, para escuchar con una falsa actitud de arrepentimiento los reproches de mi madre, y sentirme premiado en mi "gauchismo" por la mirada seria y serena de mi padre, "tan paisano y tan sin vicios" como comentaban nuestros escasos vecinos.

Porque en mi casa paterna el tabaco y el alcohol eran desconocidos.  Vivían mis mayores en una limpia pobreza. donde sólo brillaban los aperos y la decencia.  Mi Tata era un humilde funcionario del ferrocarril, pero nada podía matar al gaucho nómade que había sido.  Es así que siempre., en ocasión de los traslados que eran numerosos por razones de su labor, se mudaba con su familia y su tropilla.  Jamás dejó de tener buena caballada, y era su placer quitarles el orgullo a los chúcaros jineteándolos con fiereza que asombraba.  De ahí que nosotros, mi hermano y yo, gustáramos enhorquetarnos en un bagual al amanecer, momentos antes de partir hacia la escuela, y en un potrero, un alfalfar, nos teníamos escasos segundos sobre el chúcaro que nos hacia “mostrar el número de las alpargatas" al segundo corcovo.  Y es así que soltamos llegar a nuestra clase escolar con un costado del guardapolvo teñido de verde y mojado por el rocío, amén de alguna magulladura nunca demasiado seria.

Así transcurrían las horas de mi infancia, con infinitos, viajes de pocas leguas en una aventura en la que no faltaban ni el drama ni la pena, porque no todo era el libre galopar por esas pampas, o el aprendizaje de la "visteada" con puñales de mimbre, o leer la colección El Parnaso argentino en voz alta, o escuchar al Tata cuando adornaba las últimas horas de los domingos tañendo su guitarra y sumergiéndose, en un bosque de vidalas que le traían tantos recuerdos de su antiguo solar santiagueño.  No. También la pena comenzó a anidar en mi corazón cuando vi a Genuario Bustos -un gaucho que mucho admiraba-, muerto, con tres balazos en la espalda.  Lo balearon cuando montaba en su redomón. y sólo alcanzó a decir: "¡Así no se mata a un hombre!" Y se fue deslizando, con el cabestro en la mano, hasta quedar inmóvil, mientras su sangre teñía los cascos del caballo.  Aquello fue un impacto en mi sensibilidad, pues yo tenía otro sentido de la muerte en los hombres.  Vi degollar cientos de reses, hasta bebía la sangre caliente de los novillos.  Pero, pensaba que los hombres morían de otro modo, que la muerte no llegaba así, con tan desnuda violencia. ¡Genuario Bustos!  He visto gauchos después.  Había gauchos entonces.  Pero para mí Bustos era un arquetipo del gaucho.  Tenía el mismo temple y el mismo pudor de mi padre.  Lo veo, llegando a mi casa, después de manear su caballo y mirarlo un rato; detenerse ante el portón e inclinarse, quitándose las espuelas y ocultando bajo su corralera el mango plateado de su daga, y luego llamar con suave golpe, en función de visita. Por hambre que tuviera, apenas probaba algo de la comida, y bebía agua, y su discurso era brevísimo, cordial ,y prudente.  Y allá en su casa, en su rancho de puestero era ejemplo de trabajo en los corrales, en los arreos, en el cuidado de la familia.  Hasta cuando algo gracioso le producía risa, sé llevaba la mano a los bigotes como frenándose para no descomponer su eterna actitud de paisano entrado en razón. ¡Genuario Bustos!  Ahora, a cerca de medio siglo de su partida de este mundo, lo recuerdo y le agradezco el poncho que me echaba encima en los atardeceres de agosto, el espectáculo de su caballo tan bien enseñado, su ejemplo de hombre cabal, y la voz grave y serena que muchas veces me narraba sucedidos. de la Pampa que tanto conoció.

Allá cerca de la pequeñita estación ferroviaria, enclavada en el desierto, con apenas seis o siete casas y ranchos por vecindario, se levantaban los galpones donde se almacenaba el cereal que los gringos traían desde las colonias.  Trigo, cebada, maíz ... En tiempos de entrega, los canchones se poblaban de carros, bueyes y caballos de tiro.  Entonces aparecían, como las gaviotas sobre los surcos, los estibadores, la peonada galponera, los hombreadores de bolsas.

Todos eran criollos, en su mayoría pampeanos.  Bombachas "batarazas", chiripá o una arpillera cruzada en las caderas.  Luego, gruesas camisetas, un gran pañuelo a cuadros, el eterno y deformado ex sombrero, alpargatas blancas con bordados rojos o azules.  Y aun en plena tarea de hombrear, estibar, acomodar, la charla apenas se interrumpía.  Miles de refranes, de intencionadas coplas.  Cuentos de carreras ' inundaciones, amoríos o duelos criollos que se hilvanaban en el ir y venir de los paisanos entre los tablones y las estibas.  Algunos volaban con las bolsas sobre sus hombros para no perder el final de un cuento o una respuesta ingeniosa.

Sin participar en las charlas, controlaba el estado del cereal el enviado de las compañías agrícolas, el recibidor.

Este personaje, "calador" en mano, enviaba su certera estocada a cada bolsa, y extraía un puñado de- maíz, o de trigo, que luego observaba con mirada de entendido, durante toda la tarea.

Mi placer era subir por el resbaladizo tablón, por supuesto sin bolsa encima de mi hombro.  Y más de una vez probé la dureza del suelo en esas travesuras.

Pero mi mundo alcanzaba su tono de maravilla cuando por la tarde se reunían los paisanos a la sombra del galpón, cansados pero contentos.  Algunos tenían sus caballos en los potreros cercanos.  Otros, "los de ajuera", se amontonaban por ahí nomás.  Y era entonces cuando, con las últimas luces de la tarde, comenzaban los cuentos más serios.  Y allí también, mientras a lo largo de los campos se extendía la sombra del crepúsculo, las guitarras de la pampa comenzaban su antigua brujería, tejiendo una red de emociones y recuerdos con asuntos inolvidables.  Eran estilos de serenos compases, de un claro y nostálgico discurso, en el que cabían todas las palabras que inspirara la llanura infinita, su trebolar, su monte, el solitario ombú, el galope de los potros, las cosas del amor ausente.  Eran milongas pausadas, en el tono de do mayor o mi menor, modos utilizados por los paisanos para decir las cosas objetivas, para narrar con tono lírico los sucesos de la pampa.  El canto era la única voz en la penumbra.

Aquellos rústicos estibadores, aquellos carreros que horas antes eran puro refranes y chanzas, estaban transitando otros caminos.  Cada cual iniciaba un viaje a su recuerdo, a su amor, a su pena, a su esperanza.  La vida me enseñó después que muy pocos públicos serían capaces de superar en atención y calidad de alma a esos seres crecidos en la soledad pampeana.

Apretado junto a ellos, mirando sus grandes manos, sus rostros curtidos, mi corazón no viajaba.  Allí estaba, frente al cantor, bebiendo sin entender mucho, las cosas que decía.  Me sentía totalmente ganado por la guitarra.  Este instrumento se hizo presente en mi vida desde las primeras horas de mi nacimiento.  Con guitarra alcanzaba el sueño.  Con una vidala, o una cifra que entretenían mi padre y mis tíos.  Pero ese fogón breve de los estibadores, ese canto tan serio, tenía una magia especial.  Ellos me ofrecían un mundo recóndito, milagroso, extraño.  Yo no los miraba ya como heroicos proletarios de la pampa.  Me olvidaba que ratos antes se llamaban Alcaraz, Montenegro, Leiva, Páez ... Eran, por obra de la música, como príncipes de un continente en el que sólo yo penetraba como invitado o como descubridor.  Eran seres superiores. ¡Sabían cantar!

Así, en infinitas tardes, fui penetrando en el canto de la llanura, gracias a esos paisanos.  Ellos fueron mis maestros.  Ellos, y luego multitud de paisanos que la vida me fue arrimando con el tiempo.  Cada cual tenía "su" estilo.  Cada cual expresaba, tocando o cantando, los asuntos que la pampa le dictaba.  Y la llanura posee una incabable sabiduría.  Eso lo sabían muy bien esos gauchos de aquel tiempo.  Nada inventaban.  Sólo transmitían.  No eran creadores.  Eran depositarios y mensajeros del canto de la llanura, misterioso, heroico, melancólico, gracioso o apenado, según el tema.

Es que esos hombres habían penetrado en la leyenda del Canto del Viento.  Ellos habían trajinado los caminos sobre los que el viento había dejado caer las hilachitas de muchas melodías, de cantos de coplas, de misterios.  Y en las tardes, luego del trabajo, le devolvían al Viento los cantares perdidos, y aun le entregaban otros, nuevos y viejos.  Y yo, muchachito libre, niño de campo abierto, chango arropado de silencios tímidos, era testigo de ese ritual sagrado: El hombre. carne de pueblo, levantando de los pastos un canto. abrigándolo con su amor y su sueño. lavándolo con su esperanza, y usando como un arco la guitarra, lo devuelve al viento para que lo lleve lejos, en su vuelo infinito y misterioso.  Sin yo saberlo, en ese instante hechizado de la recuperación del canto, se estaba delineando en mi corazón el rumbo cabal de mi Destino.

Cuando el largo silbido inconfundible de mi padre ordenábame el retorno a la casa, yo abandonaba la rueda de paisanos, cruzaba lentamente las muertas vías que brillaban bajo la luna nueva, y al entrar a mi cuarto me tendía sobre mi pequeño catre de tientos, sintiendo que el corazón me dolía de tantas emociones.

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HACIA EL NORTE

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"Empieza el llanto
de la guitarra.
Llora.
como llora el viento
sobre la nevada.
Es inútil callarla.
Es imposible
Callarla. . . "

Federico García Lorca
 

 Roca era una aldea en aquel tiempo.  Tenía como tantos poblados de la llanura, un par de comercios, una escuela, una capilla, una cancha de pelota (cuyo bar era también sala de conciertos), un curandero y una vieja estación ferroviaria.

Luego, un vasto ranchería -Cinturón de paja y adobe-, con sus pequeños corrales.

Allí residían los peones, los gauchos, los jornaleros, los hombres de curtido rostro, de firme mirar, fuertes manos encallecidas, hombres de mucha pampa galopada.

Allí se desvelaban las guitarras.

En las abiertas noches estrelladas, cantaban las Galván,

Eran cuatro hermanas, dotadas de hermosa voz, y noche a noche adornaban su pobreza con los mejores lujos de una vidalita, o de alguna otra nostálgico canción de la llanura.

Y en el silencio de la aldea, todo parecía más bello cuando las Galván sumaban al misterio de la noche las coplas del tiempo aquél.

Suspendiendo nuestra ronda y juegos de corridas, los changos, desde el canchón de la estación ferroviaria, escuchábamos el claro y lejano canto de las Galván.

Sabíamos que se acompañaban con la guitarra, pero la voz del instrumento, más que oírse, se adivinaba en los intervalos y pausas.  Sólo las cuatro voces femeninas, como emotivas enredaderas, trepaban por los hilos de la luna para devolverle al Viento los viejos cantares de la pampa ...

Caminito largo,
Vidalitá,
de los sueltos míos.
Por él voy andando, Vidalitá,
Corazón herido ...

Estos recuerdos duermen en mi corazón desde hace muchísimo tiempo.  Alguna vez asomaron, como duendes asomados sobre la pirca de mi existencia.  Sobre todo una noche, cuando escuché -hombre ya-, en la plaza de Santa María de Catamarca, a un grupo de niñas cantando la Zamba de Vargas bajo la luna.

Pero este andar sobre la hermosa tierra catamarqueña ya tenía en mí otro sentido.  La vida me había soltado todos sus lobos, y yo transitaba por las sendas de América luciendo desgarrones, atajando alaridos recónditos y entrando a los montes para ocultar mi llanto.

En cambio, aquella vidalita de la infancia prolongaba la imagen de la inocencia, y todo era música para mí.  Hasta el miedo se hacía música en mi corazón, porque la candidez, las cantos y el hogar me llenaban de candelas el camino . . .

Una noche los dioses pusieron en boca de mi padre la frase que habría de fijar definitivamente mi destino de chango agarrado al hechizo de la guitarra:

-¡Nos vamos a Tucumán!

Esa noche, la tierra desenredó todos sus caminos para ofrecérmelos.  Florecieron todas las constelaciones de mi fantasía.  Mi corazón se arrodillaba ante el Viento para jurarle amor v lealtad, y sumarse a la grey de buscadores de cantos perdidos.  Desde esa noche comenzaba el llanto de la guitarra.

 "Es inútil callarla.
Es imposible
callarla ... “

 Partimos hacia el norte.  No puedo precisar mis sensaciones cuando miré el potrero donde pastaban mis caballos preferidos.  Y la alameda, y el callejón y los altos galpones y los paisanos trajinando.

Los pasajeros hablaban de asuntos que yo no entendía.  La palabra guerra era extraña a mi mundo, aunque algo me hacía presentir su sentido terrible.  Era en agosto de 1917, y un lento tren envuelto en polvaredas me llevaba hacia el norte de la Patria.  Nadie hubiese sido capaz de disputarme mi lugar junto a la ventanilla, donde se me brindaban los más cambiantes panoramas.

La luz estaba llena de guitarras.  Allí estaba mi academia, mi universidad.  Y esa pequeña vihuela que llevaba junto a mí, parecía vibrar recibiendo quién sabe qué mensajes de amor y de pena, de gracia y soledad.

Anticipándome al embrujado coro de los coyuyos, penetré en la tierra santiagueña.  Era como cavar profundo hasta hallar la raíz del árbol en cuya savia se nutrió mi sangre.

Mi Tata, comandando los anhelos de toda la familia, miraba hacia la selva en la media tarde caliente.  Lo ganaba el pago hasta empañar sus ojos, mientras cruzaba ese país de algarrobos, pencales y quebrachos. ¡Su país!

Allá en el fondo de los montes, donde el misterio doraba sus mieles, dormían las viejas vidalas que alimentaron su corazón de quichuista.

Las pequeñas estaciones se escalonaban en la ruta.  Real Sayana, Pinto, La Rubia ...

Multitud de changos asaltaban las ventanillas ofreciendo ,empanadas de pollo (al segundo bocado nos tropezábamos ,con algún diente de vizcacha), pequeñas "catas", zorzales enmudecidos de terror, cigarrillos de chala y emplumadas pantallas.

La noche vino al fin, borrando esa pobreza que nos lastimaba, ese durar rodeado de nada, esa condición de vida que nosotros no podíamos remediar.

Cuando apuntó el alba, la tierra tucumana, como adivinando todo el amor que había de despertar en mí, tendió sus praderas verdes, idealizó el azul de sus montañas, y levantó su mundo de cañaverales, para recibir a un chango de escasos diez años que llegaba desde la lejana pampa inolvidable, con el corazón ardiendo como una brasa en el pecho, y una pequeña guitarra en la que tímidamente florecía una vidalita.

 

Empujado por el destino, protegido por el viento y su leyenda, la vida me depositó en el reino de las zambas más lindas de la tierra.

Yo llevaba un cuaderno, de apuntes, para anotar mis impresiones desde que abandoné la pampa en que nací.  Pero no sé por cuál extraña razón, ese cuaderno no registró jamás una nota sobre Tucumán.

Quizá fuera porque todo lo que desde entonces he vivido en esa bendita tierra, había de quedar escrito en mi corazón.

Así anduve los caminos del Tucumán de aquellos tiempos; un Tucumán que luego viví durante muchísimos años y que ha cambiado u olvidado muchas costumbres que fueron tradicionales.  Así transité sus arrabales, escalé su montaña, por la que un día rodé ante los ojos horrorizados de mis padres, por salvar una naranja que se me escapó de las manos.

Lo que hoy es Avenida Mate de Luna, se llamaba camino del Perú.  Era un ancho callejón bordeado de tipas, yuchanes y moreras, que en aquel entonces contaba con un pequeño trencito para acercarse hasta donde hoy llaman La Floresta.  Allí había una vertiente una pequeña feria.  Las  mujeres vendían empanadas, chancacas, Huesillos.  Y había arpas y guitarras, sosteniendo la permanencia lírica de la zamba.

El viaje se hacía en volantas y coches tirados por caballos y mulas, hasta la misma falda del Aconquija.  Y los apeaderos eran el Molino, la Yerba Buena y el arroyo de la Carreta Volcada.  Y en estos lugares siempre se desangraba la copla.  Porque a la sombra generosa de los algarrobos y aguaribayes, las guitarras tucumanas, incansables, pausadas, endulzaban la tarde.  La música parecía agotarse, morir al final de cada zamba; y de nuevo renacía su manantial de saudades.  Los rasgados eran precisos, suaves y firmes a la vez, quizá más fuertes en los primeros cuatro compases, que indican la iniciación de la búsqueda simbólica del amor, que ordenan el gesto de serena altivez antes de elevar el pañuelo; luego los rasgados cobraban una especial ternura, mientras el cantor resolvía las frases que cerraban la copla.  Y ese era el momento en que el bailarín extendía el brazo, como si el ave blanca que su mano aprisionaba buscara un ademán de planeo y descenso sin prisa; como si el pañuelo quisiera contemplar su propia sombra en el suelo.

Estos detalles de la danza los escuché muchas veces cuando niño, y Dios sabe cuánto me han ayudado tiempo después, cuando todos los paisajes guardados en el alma, comenzaron a liberarse de mí en alas de las zambas que escribí para pagarle a Tucumán mi enorme deuda de emoción.

¡Aconquija!

He conocido después multitud.de montañas, infinitas cumbres, imponentes sierras.  Pero ninguna tan llena de música como la augusta montaña tucumana de aquellos tiempos.

Por momentos creí que todo el Aconquija era una salamanca prodigiosa, en cuyas grutas guardaba su tremenda carga de cantares el Viento aquel, cuya leyenda me lanzó por el camino de las guitarras.

Mi gente estaba relacionada con algunos tucumanos residentes en la ciudad capital, en Tafí Viejo, en Ranchillos, en Simoca.

En las tertulias de los mayores era mi placer participar.  Ellos trataban temas de la tierra, hablaban de hombres, de caminos, de paisanos y montañas, de antiguos arrieros, sucedidos, cuentos.

Así, hiciéronse familiares los nombres de Oliva, Jaimes Freyre, Ezequiel Molina, Valdés del Pino, Cañete, Rivas Jordán, Oliver.  A ellos escuché por vez primera la voz "baguala", una tarde en que discutían sobre el canto de los Kollas. El maestro Cañete, músico de banda militar y autor de la “Zamba del 11", sostenía el nombre de "baguala".  En cambio, Oliva se inclinaba por la denominación de "arribeña".

Pocas zambas y canciones llevaban un nombre definido.

Generalmente se las identificaba por alguna frase ya popularizada de su letra o estribillo, o de su región de origen, o del lugar donde fueran escuchadas.  De ahí que muchas zambas alcanzaran notoriedad con el nombre de "La del Manantial", "La de Vipos", "La carreta volcada", "La Anta muerta", "La chilena monteriza”.

Muchas de estas zambas escuché.  Y. luego, pasados los años volví a oírlas, aunque ligeramente cambiadas en su línea melódica, y con otros nombres.  Y también supe que a la vejez se les aparecieron los "padres

Durante cien años, las bellas melodías tucumanas habían endulzado los. domingos del surco, sin que a nadie se le hubiera ocurrido apropiárselas.  Los músicos se honraban con tocarlas o cantarlas.  No estaban escritas.  Se aprendían sin que nadie las enseñara.  Es decir, se aprehendían.  Eran canciones del viento, eran hilachitas halladas porque sí, se acercaban a las guitarras y a las arpas para adornar la tristeza, la nostalgia, el amor o la esperanza de los hombres.

Cada región tenía una modalidad particular, pero si existían cinco versiones de una misma zamba, todas ellas ostentaban un mismo carácter tucumano . Tenían "el mismo aire".  Presentaban igual fisonomía; un corazón tiernamente dolorido, un discurso fácil y lógico, comprensible; una pequeña historia de amor y de ausencia, un azul empañado de gris; un espíritu dolido por la ingratitud, y siempre galano, cantando los asuntos de su juventud con la mejor pureza.

El hombre tiene un idioma.  La tierra tiene un lenguaje.  Y ,en el canto popular, el hombre habla con el lenguaje de su territorio.  En él se expresa el monte florido, el río ancho, el abismo y la llanura, aunque los versos no traten en detalle las cosas de la región.  La música, la pura melodía, desenvuelve su canto y traduce "el pago", la región.

El hombre canta lo que la tierra le dicta.  El cantor no elabora.  Traduce.

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GENUARIO SOSA, UN ENTRERRIANO

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Genuario Sosa era un hombre importante: era domador.  Moreno, delgado y fuerte.  Cuando caminaba, aflojaba un poco la pierna izquierda, balanceándose, como si fuera a estribar.

 

Es que a fuerza de trajinar con los potros, años y años, se había creado la costumbre de vivir con una mano cerrada, como apretando imaginarias riendas y cuando andaba de a pie, lo hacía como adivinando la sombra de un corcovo.  Son cosas que da el oficio ...

Tenía una risa ancha, como su amistad.  Y la usaba seguido, porque amaba la vida, porque era limpio y honrado, y cuando miraba, fuerte y hacia adelante, lo hacía con la serena altivez del gaucho entrerriano.  Ostentaba en su frente una cicatriz con forma de luna nueva, recuerdo de un entrevero.

 

Por ahí, cuando alguien hacía alusión al asunto, Genuario Sosa reía, y girando la cabeza mostraba su nuca mechuda, mientras decía: "¡Mirá lo que son las cosas!  Atrás no tengo ni una.  Será que no he disparao."

No era una fanfarronada la suya.  Lo había probado muchas veces, y todo el pago sabía que Genuario no fue nunca gallina ni farol.  Era eso, nada más ni nada menos que eso: un gaucho entrerriano.

La cicatriz era el rastro de un duelo en medio del monte.

Había cortado por derecho con un paisano que se andaba portando mal con una parienta suya, y este paisano, con otro compinche, lo esperó una tardecita en el paso Colorado, entre los matorrales de la Costa del Gualeguay.  Genuario Sosa iba prevenido porque había olfateado algo, y cuando a pocos metros le salieron los otros al medio de la picada, montados, Genuario se agachó y desató el estribo derecho, mientras detenía la marcha de su caballo.

Sus enemigos se le vinieron "al humo", uno con facón y otro haciendo arma de su rebenque, uno por cada lado de la huella.  Sosa sabia qué animal montaba, y cuando calculó -llegado el instante, hundió su espuela en la bestia y la obligó al salto hacia la derecha.  El rebencazo se perdió en el aire, pero el estribo de Genuario cayó sobre la cabeza del paisano que ahí nomás quedó sobre la tierra desmayado, tendido "como lagarto siestero".

Puestos los jinetes de frente nuevamente, Genuario convidó: ¿Se apiemos?  El otro, sin contestar, hizo pie a tierra.  Se enfrentaron, esta vez a poncho y facón.  Entre finta y rodeo, se estudiaban.  No había más testigos que los árboles costeros en cuya verde maraña asomaban algunas flores -palidonas y pequeñas.  A poca distancia, dos zainos y un moro estaban quietos, desentendidos del drama.

Cuando al cruzar el paso para evitar el ataque, Sosa se enredó en una espuela y trastabilló, fue cuando el otro le -volcó de revés el filo del puñal sobre la frente.

Fue un golpe limpio, rápido, "legal".  Dicen los antiguos, que "la sangre enardece a los toros y a los gauchos". La primera impresión de Sosa fue de rabia, de enorme rabia apenas contenida.  Pero la rabia enceguece, y eso es malo.  Ya bastante enceguecía el raudal de la sangre que corría sobre el rostro de Genuario.

Habla que aprovechar como táctica esa herida.  Y la aprovechó.  En un momento hizo como que se debilitaba.  Aflojó las rodillas y se llevó el poncho a la cara.

El otro, ni lerdo ni perezoso, amagó una finta y se fue de "hacha".  Pero Genuario había desenvuelto en su ademán su poncho, y arrojándolo sobre la cabeza de su rival, estiró velozmente el brazo armado hasta despertar el primer quejido.  El primero, y el último.

Muchos detalles hubo en este duelo.  El "dormilón", golpeado con el estribo, había estado sentado sobre la tierra, a poco distancia, dolorido y medio mareado, y mirando a los hombres, sin la menor intención de intervenir.

Genuario tuvo que hacerse cargo de los dos.  Los "cuartió" hasta el pueblo y allí los entregó y se entregó.

Estuvo varios años "adentro".  Había sido asaltado, y se había defendido con todas las reglas del honor gaucho.  Su conciencia estaba tranquila.  Por eso, en la cárcel no se envició de matonismo, ni se ensoberbeció.  Cuando salió en libertad, siguió trabajando, en su oficio, y en su pago.  Allí lo conocí, en las costas del Gualeguay.

Algunas tardecitas salíamos a caballo.  Pasábamos por la vieja casona de don Martiniano Leguizamón.  Recordábamos las obras de este narrador inteligente.  Una vez le pregunté si había leído algo de don Martiniano, y me contestó: "En casa los gurises saben algo de eso.  Yo ... apenas si puedo contar los canos de mi mano." Y sonreía, entre abochornado y gracioso.  No había tenido tiempo de ser escuelero.  La miseria lo apretó desde niño.  Su ciencia se desarrolló en pastos, caballos, lazos, rebenques y huellas entre el monte.  En esos trajines vivió toda su vida.  Se doctoró en jineteadas, y no tuvo conciencia de su fama de domador.  Creía que la cordalidad hacia él era el natural premio a su honradez de

paisano.

Ahora, desde hace un tiempo, descansa bajo los talas, en un perdido rincón de Cuchilla Redonda.  Tierra entrerriana lo cubre. ¿Qué mejor bandera?

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