LA YERRA DE LOS POTRILLOS

Las marcas se calentaban sobre el fuego de marlos y espinillo. Apretadas en una de las esquinas del inmenso corral, los potrillos orejanos inquietos y receloso, observaban desde lejos los preparativos. Mientras tanto, el patrón con su viejo capataz, de a caballo los dos, recorrían el corral; dando las órdenes necesarias: - que no falte calor a las marcas - decían: - pialen bien, cuidando de no quebrar los animales. - Ud. don Macario, trate que su marca no haga plancha, como en otras ocasiones.

Concluidos los preparativos, la potrillada empezó a caer uno tras otro, bajo la diestra mano de los peones pialadores, a cada golpe seco de un pingo que le habían juntado los pichichos, con un buen pial, se oía el grito estentóreo de: ¡Marca!!

El encargado del fierro corría hacia el animal y al llegar, el potro estaba maneado, con la pierna lista para la marca. Una columnita de humo espeso y el olor especial de la marcada, indicaba que el trabajo había concluido.

Los potrillos, se levantaban entumecidos, sacudiéndose la tierra del lomo y así, medio humillados y otro poco aturdidos, miraban a los hombres con extrañeza y se retiraban estirándose, cuando no, de un salto, pues alguno le arrojaba un terronazo.

Entre los pialadores, había un viejo alto y flaco, de culero gastado y alpargatas bordadas, pialaba con una seguridad asombrosa y los animales entraban a la armada de sus lazo, como si se las pusiesen de cerquita y con la misma mano.

El viejo gaucho, conocía todos los tiros de pial y cuando alguno de los presentes, quería ver echar un tiro de lujo, le gritaba al paisano: Échese uno de codo vuelto y dele rollo.

Sin moverse, don Aristóbal, hacía silbar el trenzado en el aire y certeramente, sin inmutarse, entraban las manos del potrillo en la armada y cimbrando su lazo, verijeaba a lo gaucho, tumbando en seco al animal que arrastraba su hocico o paletas por la tierra apisonada del corral.

También estaba de pialador, el entrerriano Remigio Duarte, quien con los ojitos colorados y la barba rala, de gran cuchillo con cabo retobado en cuero, miraba de reojo a los cordobeses, con una sonrisa de burla.

Este entrerriano, medio corto de vista o chambón, erraba con cierta regularidad y para ponerse a cubierto de las bromas, sabía decir: "claro, diasque, armada grande en corral chico".

La cerdeada de los potrillos la realizaban los mismos maneadores, tanto con tijeras como con cuchillos, siendo muchos más prácticos estos últimos, en esta parte de los trabajos, la paisanada es donde más judiadas cometía, pues todos los animales quedaban chupinos, hasta causar gracia. Podríamos decir con los versos de un ignorado poeta:

"Y ansí pues, muy grandemente,
pasaba siempre el gauchaje"

Ese día en el corral, andaba de comedida un gringo que en cada oportunidad que se brindaba quería demostrar sus habilidades y lo único que conseguía hacer, eran unos líos mayúsculos. Recuerdo que era bastante grueso y de estatura regular.

El capataz y don Aristóbal, planearon una broma bien gaucha, mientras uno le convidaba un beso a la ginebra, para lo cual el italiano, no era lerdo, el otro le ató la presilla del lazo al cinturón.

En el extremo de la armada, tenía sujeto a un potrillo de unos ocho meses y aun aura!! fulminante, el animal espantado, pegó una brusca tendida y echó a disparar, llevándose por detrás suyo al pobre italiano.

Este, desde el suelo, sentando el lomo entre la tierra y el guano, gritaba e insultaba a todo el mundo: "indio porco", "facia bruta", repetía enfurecido el gringo, hasta que un condolido, le sacó de tan extraña posición.

Entre los peones, había uno de origen bonaerense, Froilán Varela. Le llamaban "el porteño", nada más que para tomarle el pelo y él, se desquitaba de los cordobeses, santiagueños o entrerrianos diciéndonos:

"Froilán Varela, pa' usté,
es un hombre servicial,
porque nació en Tapalqué
sabe poner un buen pial".

Así entre música, versos, caídas, carcajadas, bromas y demostraciones de habilidad, se marcaban y cerdeaban los potros criados a campo libre, algunos de los cuales eran tan malos que jamás se pudieron amansar, como la petisa mora y el pangaré del Salado, Santiago del Estero, que ni flacos y arruinados se quisieron entregar a la mano del hombre.

Uno de los muchachos hijo de Duarte, apareció en el corral con unas nazarenas de hierro, se las ató a los pies y para probar como las tenía aseguradas, ejecutó algunos pasos de baile, haciendo castañetas con los dedos. Luego, ajustándose las bombachas overas, exclamó en alta voz: El bagual que elijan y en pelo, pa' que vean que soy gaucho.

Prontamente, un negrito retacón, le tuvo tendido en el suelo un bagual picaso pampa, elegido por el mismo capataz.

Pedro Duarte le echó un vistazo, le dio un palmetazo en el hocico y pasándole un maneador por el pecho, se le sentó encima, sin más, ni más.

Afluejen las manos muchachos, gritó, e instantáneamente el animal, ya parado y repuesto de la primera impresión, se arrastró a bellaquear como un bendito. Rayaban los flancos del potro las espuelas chuciadoras, mientras que la guacha, sonaba como pistoletazo, golpeando las paletas del animal enfurecido.

El arriesgado domador, colocado en la tangencia del arco, parecía una flecha pronta a ser disparada. Sin embargo, echaba para atrás la cabeza y prorrumpía en salvajes alaridos de gozo.

La bestia, deseando poner fina a tan molesta situación, enderezó a toda velocidad hacia los palos del corral, bramando enfurecida. Pedro Duarte, sin inmutarse, le sacudió entre las orejas un recio golpe con el cabo de la guacha y el bagual, con un quejido de dolor, se precipitó como herido por un rayo, contra el duro suelo. El domador abriendo sus piernas, se desprendió del potro con la fantasía de un pájaro que planea.

La paisanada reventando de entusiasmo, saludaba la hazaña alborozadamente. Uno de los presentes exclamaba con orgullo: Lindo gaucho cordobés. Duarte, al oír aquello, contestó sonriéndose, pero hijo de entrerriano.

El trabajo continuó hasta la puesta del sol, el rostro de los peones, colorado por el esfuerzo denotaba una gran satisfacción.

Ojalá todos los días fueran de yerra, comentó alguno. Esa noche, mientras mateaban junto al fuego, recordaban alegremente la tarea cumplida. En el patio, la luz de la medialuna con los cuernos para abajo señalaba el cambio de tiempo dibujando sobre el suelo, el borroso contorno de los talas.

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LAS PICARDÍAS DE PEDRO URDIMAN

Salió un buen día Pedro Urdimán a buscar trabajo de cualquier cosa que fuera, porque andaba muy necesitado y se llegó a la casa de una buena señora viuda, dueña de una finca reducida, la que le dio trabajo a nuestro amigo, para sepultar un fraile que tenía muerto en la casa de ella, desde hacía varios días, tal era la costumbre en aquellos tiempos, cuando en la campaña no había cementerios ni cosa que se parezca.

Pedrito pidió las herramientas necesarias para sepultar al finado fraile y la señora le entregó al pala, el pico y la azada.

No sin poco recelo, Urdimán cavó la sepultura y lo enterró al finado. Cuando vuelve a la casa le dice a la señora que ya había cumplido con su tarea.

Cual no sería su sorpresa cuando la viuda le manifiesta que no podía haberlo sepultado, por cuanto el finado de nuevo estaba bajo la cama. Pedro no salía de su asombro y rezongando entra, saca de nuevo al fraile, lo lleva al campo y dice: Gran flauta, lo voy a enterrar bien hondo  haré un pozo tan hondo que llegue hasta el agua.

Dicho y hecho, Pedro luego de un gran esfuerzo, cavó un tremendo pozo, lo enterró al fraile, le puso piedras encima y pisoneó todo empleando sus mejores fuerzas.

Bueno señora, le dice Pedro muy ufano, - el fraile quedó bien enterrado, le puse piedras y lo pisonié con toda mi fuerza.

Entonces la señora muy compungida le dice: - Parece mi amiguito que usted no sabe trabajar, pues el fraile ha vuelto a meterse bajo mi cama.

Pedro Urdimán no pudo más con su genio y enojadísimo echando sapos y culebras, exclama: Hijo de una gran faluta, ya verás cómo te voy a enterrar.

Esperó que la viuda se acostara a la noche y armado de un grueso garrote de raíz de algarrobo, se escondió tras la puerta donde no lo podían ver. No tardó la viuda en acostarse, cuando el fraile salió de abajo de la cama y se fue a meter al lado de la señora, entonces Pedro sin dejarse sentir, se arrimó por detrás del lego y lo sacudió de un terrible garrotazo por la cabeza, al tiempo que le decía: Tomá para que te quedés.

El fraile no dio ni un quejido, entonces Pedro lo sacó afuera, volvió y se acostó con la señora. Al otro día bien temprano, sepulto al fraile y con miedo a que la caprichosa mujer lo hiciera enterrar e él también, para cubrir las apariencias, le entregó las herramientas y le dijo que no le cobraría nada por el trabajo.

Alzó su atadito de ropa y salió cantando muy tranquilo, mientras se reía solo de los caprichos de la mujer y como había salido airoso de las redes del amor. El miedo no es sonso, decía para sus adentros Pedro Urdimán mientras se alejaba.

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CORTÁ DERECHO, NOMÁS...

Pedrito Urdimán andaba en las malas. El trabajo era escaso y la plata que juntara trabajando en la levantada de bolsas de la cosecha fina, se le había escurrido entre los dedos como arena.

Fue a visitar a su amigo el teniente-cura de Villa Concepción y el buen fraile luego de pensar un rato le dijo: Mirá Pedro, andate a lo de don Espártico Montero y decile de parte mía que vos sos el tractorista que me encargó para su finca los otros días. Que sos obediante y que vas a cumplir al pie de la letra las órdenes que te dé.

Nuestro amigo, al rato caminaba a la finca del viejo Espártico que quedaba de la Concepción como a tres leguas, en unos valles de tierra gorda donde se sembraban monedas y se cosechaba plata constante y sonante, tal la riqueza de la zona.

Ya en la propiedad de don Montero, buscó al capataz y le dijo que él era el tractorista que el Teniente-cura de la Villa, le mandaba recomendado.

Esa tarde lo pusieron encima de un tractor de setenta caballos de fuerza que parecía una casa por el tamaño con un arado flamante de siete rejas y muy contento, don Espártico Montero le recomendaba: Mirá muchacho, tenés que empezar a arar en este potrero y le señalaba una chacra como de doscientas hectáreas con un rastrojo viejo de maíz. Empezá por este lado, contra el alambrao y metele derecho, no te vayás a ladiar ni por joda que me gustan las melgas derechitas que se pierden en los campos.

Pierda cuidao mi patrón - le decía Urdimán -, ya el señor cura me lo previno, que a usted le gustaba gente obediente y que cumpliera sus órdenes. Si usted me dice que corte drechito y ni por putas me desvie, ansí ai ser, le meteré lo más derecho posible pa' que usted quede conforme.

Don Espártico Montero, quedó muy satisfecho de su tractorista. Gran flauta, decía para sus adentros, - al fin me ha tocao un muchacho inteligente y que cumplirá mis órdenes. Si me sale güeno le voy a mandar al padre Cura dos gallinas pa' que se haga un puchero.

Pedrito Urdimán bajó el arado, le dio punto y subiéndose al hermoso tractor lo puso en marcha, abriendo la melga contra el alambrado y cortando derecho tal como le ordenara su patrón.

A un principio todo anduvo bien, pues la chacra era grande y el tractor en tercera, caminaba y araba que era un gusto. Cortaré derecho, sin ladiarme pa' ningún lao, pensaba en alta voz Urdimán, ni ese alambrao me hará torcer que carajo, dijo de pronto, pues la chacra terminaba contra un cerco de cinco hilos y Pedro se lo llevó por delante, arrancando postes y destrozando el alambre.

Que macanazo - se dijo para sí, quién habrá sido el tonto que cruzó el potrero con un cerco. No bien terminó de hacer esas reflexiones, cuando se vio delante de una parva de alfalfa donde comían varías vacas del tambo, pero la orden estaba dada y el buen Pedro, se llevó por delante la parva, alzándola para el mismo diablo y haciendo un desparramo de vacas y pasto que daba.

No bien pasó la parva, entró bajo un galpón de ordeñar y al salir, llevaba medio techo a la rastra y un griterío de mujeres y gallinas. Pensó en parar, esa es la pura verdad, pero recordó la recomendación del Teniente-cura y la orden de su patrón  y siguió derecho, sin ladiarse ni por joda pa' ningún lao.

Así echó abajo dos o tres casas y varios alambrados, hasta que se enfrentó con un pueblo, parecido a todos los pueblos, con casas y boliches, plaza y comisaría. Dios me asista pensaba Urdimán, ojalá se hicieran todos a un lao, porque la dirección derechita que llevo, me hará pasar por dentro de la propia comisaría.

Sin embargo, fiel a su promesa de obedecer, cerró los ojos pa' no ver semejante disgracia y mandó tractor y arado de punta sobre el pueblo y derechito a la comisaría. Gritos, insultos, maldiciones, paredes de adobe que se venían abajo, torido de perros y hasta una pobre vieja que estaba en la letrina haciendo sus necesidades, va y queda a la intemperie, porque Pedro le voltea el escusado.

La comisaría de Taco Ralo, porque nuestro amigo ya andaba por esos pagos santiagueños, se conmovió y en un instante, sus gruesas paredes de adobe se vinieron abajo. De entre los escombros salió el comisario, llenito de boletas de quiniela porque en esos momentos estaba con el quinielero del pueblo, un pícaro tucumano, cobrando la recaudación del día. Dicen que lo corrieron a Pedro para castigarlo, pero éste fiel a la orden recibida, seguía derecho nomás, rumbo a la provincia de Santa Fe.

Al tiempo, se conocieron las mentes que Pedro Urdimán cortando derecho, llegó a las barrancas del Paraná y se largó de cabeza con tractor y todo dentro del río. Unos paisanos correntinos aseguran que nuestro amigo, salió a nado medio desnudo en la costa de Corrientes y que en sus manos llevaba un aro reluciente como si fuera un volante y mientras iba haciendo un extraño ronroneo con la boca como si fuera un auto, se repetía: Cortá derecho nomás y no te ladiés, ni por broma.

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LA VIRGEN DE LA LUNA

Santiago Godoy era un paisano nacido en el siglo pasado en el Pueblito de Chancaní. Su familia estaba integrada por domadores, lioneros y sembradores de zapallo y maíz.

A los catorce años llegó a Córdoba cuando en la Cañada crecían algarrobos y talas y en sus ranchos la gente, comía locro con ocote y las viejas fumaban chala con anís.

Cuando los polleros ofrecían por las calles su mercadería de pollos gordos y huevos frescos, el negro Godoy bailaba por atrás de ellos y gritaba confundiéndolos: pooooooollos frescos y hueeeeevos gordos.

Le gustaba narrar cuentos y explicar a su modo la creación del universo y como yo era un niño de corta edad, siempre me tenía a mano para su conversaciones y clases de cosmología criolla.

Las estrellas del cielo, me solía decir, se llaman unas a las otras, porque Tata Dios las tiene sujetas con hilos invisibles y se mueven todas juntas y a un mismo tiempo, obedientes a la fuerza de esos hilos y si alguna vez el diablo, con su larga cola, hiciese reventar alguna, los hilos perderían sus fuerza y las estrellas correrían por el cielo, chocándose desobedientes a la orden de Dios.

Cuánta belleza y profundidad tenían las ideas cósmicas de Santiago Godoy. Recuerdo también, su particular conocimiento acerca del nombre de muchas estrellas y constelaciones, pues él, con la mirada en el límpido cielo nocturno, iba señalando y diciendo: Aquí están las Tres Marías; más allacito la Cruz del Sur; en esta derecera el Facón; por este lao, los Siete Cabritos; aquí derechito, las Potreras; en este brillo que busca el norte, el camino a Santiago; más temprano y a esta altura, la Vespertina y más tardecito, cuando todos duermen, la Matutina.

Así con sus manos y su gesto, trazaba un largo panorama de una Cosmología gaucha e ingenua que lamentablemente se perdía con los años.

Según sus creencias y las de todos los paisanos de ese tiempo, en la luna estaba representada la Virgen María, cabalgando en su burrito de leyenda y llevando en sus brazos al Niñito Dios.

Las noches de luna llena, era un rito ineludible el ponerse a contemplar la cara iluminada de Selene para descifrar claramente y sin lugar a dudas, donde se encontraba la cabeza del burrito, sus largas orejas, la Virgen sentada sobre sus lomo, el manto que le cubría su cabeza y el Niño Dios, acostado en sus santos brazos.

No solo Santiago Godoy contemplaba la luna para personificar esa antigua y milenaria leyenda, sino que todos sus familiares y cuanto paisano de mi amistad existía, todos hablaban con absoluta creencia que la Santísima Virgen estaba representada en la luna para que los cristianos pudieran contemplarla en las alturas.

Cuánta pureza y sincera ingenuidad, brotaba de aquellas lecciones cósmicas y sagradas que me brindara en mi niñez, aquel humilde pero inteligente hijo de la madre tierra, quizá hoy convertido en una luz de lejanas estrellas. 

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