El guitarrero

A D. Eduardo Falú.
León Benarós

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Si dan crédito al sentir
de este servidor de ustedes,
no hubo, quizá, guitarrero
como Ponciano Paredes.

Tuvo por la de seis cuerdas
una pasión amorosa.
Los dos -él y su guitarra-
Eran una misma cosa.

Por salvarla de un destrozo
hubiera dado la vida.
Con cariño de varón,
la trató como a querida.

Tal vez les parezca extraño.
Tal vez en ella encerró
los dolores que le dijo,
las penas que le confió.

Y al considerarla, acaso,
de sus dolores mortaja,
era como si guardara
toda su vida en la caja.

Por eso, si algún estilo
tocaba por fantasía,
de la prima a la bordona
todo un mundo revivía.

Nunca oí sonar un triste
con esa grave tristeza
ni vi pulsar la guitarra
con tanta delicadeza.

Entre él la de seis cuerdas
un diálogo se barrunta
que viene de lo profundo
y en lo profundo se junta.

A maravilla se entienden.
Si Paredes preguntaba,
bien sabía el guitarrero
lo que ella le contestaba.

Los confesaba al tranquito
la milonga y sus enredos,
y ella temblaba al sentir
la caricia de los dedos.

Si la adornaba con cintas
de una china enamorada,
imaginaba, a la vez,
los celos de la encordada.

Y para darle consuelo
y protestarle su amor,
largamente la pulsaba
con el acorde mejor.

Al afinarla, ajustaba,
con una atención entera,
poniéndole a punto el alma,
las clavijas de madera.

Y, según se presentara
la conveniente ocasión,
en los temples más diversos,
por gusto y por variación.

Por piano o por medio piano,
era tal como les hablo.
y en un tris y con baquía
lograba el temple del diablo.

Ése que tiene una mágica,
según opina la gente,
y para facilitarse
se estilaba antiguamente.

Porque hasta el gaucho más rudo,
sin que pasara un mal rato,
podía, con ese temple,
rasguear lindamente un gato.

Pues, con las cuerdas al aire,
vienen a quedarle así
totalmente armonizadas
prima, cuarta y sexta, en mi.

Bien que, bajo de la prima,
para ajuste de la voz,
la cuarta cae en octava
y la sexta, en cambio, en dos.

Y ya, cuando así se afina
de modo propio y cabal,
tercera en sol sostenido
y cuarta en mi natural.

Les aclaro, por si acaso,
para que nadie confunda,
que permanece en el tono
si natural la segunda.

Y se sostiene la prima
en el de su afinación:
el si natural, al aire,
para justa corrección.

Tal es el temple del diablo
más conocido y cabal.
Aunque prevengo que hay otros
que suelen llamarse igual.

Pero vamos al asunto
de que les hablaba a ustedes:
las mentas de guitarrero
de ese Ponciano Paredes.

Fue mozo sobresaliente
entre gente de su laya.
Yo no he encontrado ninguno
que le pisara la raya.

Sin alardear de cantor,
por su rasguido especial
y su punteo limpito,
no le reconozco igual.

Su fortuna es su guitarra.
Poco es lo que lleva encima.
Era una fiesta escucharlo
haciendo trinar la prima.

Y era un profundo lamento,
como llanto de persona,
la voz de varón curtido
que entregaba su bardana.

Desde el Tandil al Azul,
de Ayacucho a Olavarría,
su fama de guitarrero
constantemente crecía.

Y tanto llegó a cundir
por su baquía y su brillo,
que había llegado a Lobos
y a los pagos del Tordillo.

Medio fruncida la frente
y como ausente lo veo,
en un marote lucido
del más antiguo rasgueo.

O a los pies de las muchachas
echando camperas flores,
en el compás querencioso
del prado o de los amores.

No hay baile en que no lo llamen
y él se aviene a la alegría.
Pero pienso que, en su adentro,
una tristeza tenía.

Nunca le escarbé la causa,
porque soy hombre prudente . .
y no es propio curiosear
en el dolor de la gente.

De ese Ponciano Paredes
aquí la historia finó.
La cuento tal como ha sido
y como la siento yo.


Viernes, 5 de mayo de 1972

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