EL GALOPE:

"Dic, ait" o virgo, quid volt concursus ad amnem? Qidve petunt animae? - Eneas
("Dime, ¡Oh virgen!" ¿Qué significa esa afluencia junto al río? ¿Qué buscan las almas?)

Esto sucedió el Día de los Difuntos. Para esa fecha se cumple en esa región una ceremonia tradicional que se inicia en la noche del primero de noviembre con el rito llamado de "Las ofrendas". Desde la víspera tienen preparadas, debajo de un crucifijo colgado en una pared cubierta con paños negros, dos mesas en forma de T. En una de ellas, la que hace de palo mayor - de vertical, diré -, los deudos amontonan en forma de ataúd toda la ropa del muerto a quien se recuerda; alrededor, y hacinados, gran cantidad de bizcochos, empanadillas y galletas, y al medio, exactamente debajo del crucifijo, un pan ex profeso amasado en forma de escalera. Sobre ella, unos muñecos de masa en los que creen ver figuración o representación de almas y que tienen formas impresionantes, descansan como en mitad de su marcha ascendente hacia el Cristo. A la luz de las velas pueden verse platos con las comidas que fueron gusto del difunto, y también sus "vicios": coca, chicha, cigarrillos, vino.
Desde la tarde comienzan las visitas a las casas de familias que tienen algún pariente a quien rendir el tributo de las ofrendas. Durante esas visitas, las libaciones son abundantes, de manera que todos los deudos - no exceptúo a las mujeres - esperan la noche ayudados por el alcohol.
Es de fe entre las gentes del pueblo que el alma de sus finados visita en esa noche, a medianoche, la casa donde ha vivido. Debe entonces encontrar en ella todo lo que supo querer y gustar en la tierra. De no ocurrir así, el alma "se enoja" y entonces la ruina de la familia es segura.
Cuidan, por ello, de mantener vivos en el recuerdo hasta los que fueron más particulares y nimios deseos del muerto. Esa es la razón por la cual no en todas las casas se ven los mismos elementos de ofrenda.
Esa noche, hablo del Día de los Difuntos, después de cenar, salí acompañado por Prudencio Sánchez, muchacho criado por mi madre, persona, por tanto, de toda mi amistad y confianza. Visitamos a dos familias y en ambas ocasiones, después de la tradicional jarra de chicha, tomamos "yerbiaos" nombre con que se designa aquí al mate cebado con agua y alcohol.
Cuando nos dirigíamos a visitar a los deudos de un amigo, el finado Marciano Méndez, noté que ni Prudencio ni yo conservábamos un grado normal de verticalidad, aunque todavía estábamos lúcidos y bien dispuestos.
Como he dicho, era importante llegar antes de medianoche a casa de Méndez, de modo que caminábamos a paso más que regular.
En esto s lugares, cuando no hay luna, la noche es de una lobreguez cerrada y brutal. Que fuera por esa oscuridad con ráfagas de viento helado, por las fantasmagorías de las sombras de nuestros cuerpos, sombras que temblando a la luz de las velas, se estiraban en el suelo y parte de las tapias laterales, por el sentido sobrenatural de la fecha, o por la conjunción de todos esos elementos, lo cierto es que yo me había impresionado y hubiera preferido no salir. Sólo el deseo de cumplir con la memoria de mi amigo me instaba a seguir.
Mientras íbamos, quise explicarle a Prudencio que si bien yo no creía en nada de lo que inspiraba esa ceremonia, estaba seguro de que honraba al ser querido al visitar en esa fecha a sus parientes.
En rigor de verdad, no puedo decir - debo aclararlo aquí - que no creo. Soy sincero si afirmo que jamás lo he pensado. No soy hombre religioso, ustedes lo saben. No he sido hombre con fe disponible y creo que no podré llegar nunca a creerlo todo. Siempre fui pródigo en indiferencias y si alguna vez pensé en la religión como problema, fue para razonar cómo los seres religiosos pueden no ser supersticiosos; qué suerte de seguridad los lleva a creer en los misterios de la fe - que pueden ser enorme supersticiones - y a descreer en las pequeñas supersticiones - que pueden ser enormes verdades descuidadas -. Cómo administran, distribuyen y seleccionan, con tanta seguridad, en materia tan sutil.
En fin, le dije a Prudencio que no creía, porque era la verdad; pero como contra todo mi deseo soy fácilmente sugestionable y no puedo conservarme impasible como lo pretendo, me favoreció mucho que él, muy tranquilo, me hallara razón. Recuerdo que agregó despectivamente que "todos eran cuentos de ignorantes y tonterías"; más importancia que el ritual de la noche tenía para Prudencio una botella de ginebra casi llena con que le habían convidado. Con ánimo robusto el hombre estaba dedicado a vaciarla y a cantar coplas.
Le repetí que nos apuráramos a fin de llegar a la hora debida a lo de Marciano. Buscando otras explicaciones para mi excitación (otras, además de la oscuridad, del viento y de los batidos trapos negros que no se alejaban de mi memoria) recordé cuánto me impresionan y dominan los estados de ánimo colectivos... "Todos creen aquí, pensaba yo, y con secreta debilidad agregaba:..."pero tenemos razón nosotros, nosotros estamos en la verdad, aunque nos sintamos borrachos".
A pesar de que las linternas también me impresionan, por nada del mundo hubiera apagado la mía. De rato en rato iluminaba a Prudencio, y él, siempre sonriente, aprovechaba para ver cuánto quedaba de ginebra en su botella. Estábamos llegando a Pueblo Nuevo, cuando se detuvo para hacer aguas (orinar). Al reanudar la marcha comenzó a cantar con aire de baguala: "Si solterito me viera / no me volviera a casar / por lástima de mis ojos / no los hiciera llorar..." Podía haber alguna intención en sus versos - yo acababa de separarme de mi mujer - y lo hice callar. "En noche como ésta no me gustan coplas, ni cantos", le dije, "quiero cumplir y nada más. Vamos, ligero"
Es extraordinario. Ahora pienso que con mis urgencias sólo conseguía hacerlo sonreír.
Cuando nos alcanzó la luna me alegré mucho. En la Quebrada ella es la gran riqueza del cielo y de la tierra, y su presencia me tranquilizó. Casi con alegría, tomé la huella del camino, seguido por Prudencio y su botella.
Fue cerca de la curva de Don Cosme Cruz, donde sentimos un galope. Ibamos caminando - y a la vez - escuchando con atención. "Vienen de arriba", dijo Prudencio. "Si", le contesté: "deben de estar más allá de la casa de Guillo Padilla" (aclaro que aquí, "arriba" es el norte y "abajo" es el sur; pura verdad topográfica, nada más). "Son muchos", agregué, "más de veinte...¿no?" Mi compañero se detuvo para escuchar mejor y responder a mi pregunta. "Vienen del lado del cementerio", afirmó, "pero más parece una tropilla que se hubiera asustado...porque es un galope 'amontonado' y loco".
No pude menos que admirarlo, era una observación formidable. "Tenés razón", le repliqué, "tenés razón. Es una tropilla asustada; doblando el camino, la toparemos".
Pero al doblar hacia lo de Guillo vimos las huellas del callejón blancas y solitarias...y trepidantes. El galope se acercaba frenético y clarísimo, pavoroso.
No había calle ni senda transversal; entró a dominarme el miedo y miré a Prudencio como para que me salvara. El, a mi lado pestañeaba rápidamente, nervioso. El galope estaba muy cerca ya, y era como el de un malón. Entonces, para mí, que Prudencio se enloqueció. Arrojó la botella hacia delante, con energía espantosa, como contra alguien. "Cuidado", gritó y me dio un empujón hacia la cuneta. Yo rodé entre los yuyos mientras el galope me envolvía en ruido. No vi a nadie. No vi nada. Cuando pasó, busqué a Prudencio...lo encontré como a quince metros atrás de mí, mutilado y pisoteado, todavía caliente, húmedo, vaporoso de sangre y tierra.

 

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SILINIO, EL CAMPEADOR:

Al caer el sol, luego de buscarlo casi todo el día, di con Silinio, el campeador. Se me habían extraviado unos vacunos. El podía encontrarlos y proporcionar datos. fuimos al boliche-fonda. El hombre llenó el vaso de vino. Se le veía la satisfacción al beberlo. El candil del local, con su luz mortecina, amarillenta, ponía una pátina de cera en los rostros de los parroquianos. Las sombras se quebraban en el cuarteado revoque de la pared.
- Se lo juro por esa cruz. No aumento ni mermo nada, como decía. Para bajar elegí la cuesta del Duraznillo. Iba a campear unos animales que se largaran para el otro lado, el que da a la cuesta de Chuchucaruana. No sé si sabrá: los abajeños son más que ligeros para el lazo y el cuchillo...en animal ajeno. Vacuno y yeguarizo que se larga para esos bajos, mejor délo por perdido. Allí aprendió Bartolo Vivanco a cuerear él solo, de noche, en ladera y sin ofender el cuero del animal cuatrereado.
- No hay ser tanto, hom (hombre). Soy medio de esos pagos y algo comprendo.
- Como iba diciendo, se lo juro. Volvía del morro de Chuchuca. Sentía cómo el tuco (caballo negro) se iba aplastando de a poco. Casi largaba las orejas. Resolví hacer noche en el Puesto Viejo. A la oración cerrada terminé de comodar el caballo en un trebolar cercano. Encendí fuego. Debajo de uno de los sauces hice el tendido con la montura. Me dispuse a pasar la noche.
-¿No hay casas, ranchos?
- Hay uno, pero... ¿y las pulgas?
- Además de eso, ¿qué más había en él?
- Un catre de tientos, unas bancas labradas en troncos. Un cañizo (catre) de caña tacuara, sostenido por torzales (lazos de cuero torcido), colgaba del techo. Además unos tarros ennegrecidos por el humo. Sabrá que en esos puestos sólo hay gente para el tiempo de la lechada, en invierno. No sé si ya le he dicho que la noche era muy oscura. Había comido y convidado a los perros. De sólo estar, no sé dónde, sonó un grito.
- Sería en algún rancho o puesto cercano.
-¿Cercano ha dicho? Se ve que usted no tiene idea de lo que son los puestos de Anca Juli. Quedan en la quebrada de ese río, entre las cumbres de Chuchuca y Pucarilla. Sus morros se ubican casi junto a las estrellas. ¡La pu...ma! Eso sí que es soledad y desamparo. El rancho más cercano, el de Cedro Huacho dista más de una hora a buen marchar por el quebrado monte. Yo había acampado prácticamente en un pozo. Sólo se veía un tajo de cielo. Había árboles y malezas por donde se diese vuelta. De vez en cuando se oía el grito de un ave y el lamento de los mayuatos (patos del río) y, como a quinientos metros, el río estirándose hacia Escaba.
-¿Qué pasó después del grito?
- Yo creía que iba a preguntar quién estaba detrá (detrás) del grito. Pensé que sería un campeador extraviado o alguno de los muchachos de Braulio que volvería a dormir en el rancho.
-¿Le contestó usted, Silinio?
- Ni loco, de noche en el monte y en el cerro, no se deben contestar gritos. No es bueno. Si lo hace, terminarán gritándole en los oídos. Gritan tanto y tan fuerte que terminan trastornando al cristiano. Dicen que ése fue el comienzo del fin de ño (apócope de señor) Saturnino Lobo, Shato, como le decían. Al pobre, de la noche a la mañana se le hicieron un desparramo las ideas.
-¿Qué hizo usted?
- Me dejé estar bajo el sauce mirando arder el fuego y sentí, más cercano, el segundo grito en dirección a la cuesta del Duraznillo. El caballo comenzó a inquietarse. No tuve tiempo de llegar hasta la estaca. Cortó el lazillo y huyó. Relinchaba despavorido. Cuando volví no hallé ni rastros de los perros. Sólo quedaba una choca (perrita) rumiando un hueso. La alcé.
- Imagino que usted ya chupaba pelones.
-¿Me pregunta si sentía miedo? Se ve que no sabe quién es Silinio. En los entreveros de los carnavales, si pelea, no deja parado ni a los mosqueteros, se los juro. El que no huye, se hace el dormido. Pregúntele a los milicos de Agua de las Palomas, dónde se meten cuando este hombre comienza a voracear (desafiar) en una farra...No se tiene por matón, pero se las aguanta. No es gallina. Es poste esquinero.
-¡Amigo! ¡Había sido de no hurgarlo (provocarlo)! ¿Y...?
- A mí no me busquen las cosquillas. No se van a divertir a mi costa. Con la cuzca (perra) en los brazos, oí otro grito más fuerte y más espantoso. Y también un ruidaje que parecía el de una torada que viniese rompiendo y aplastando montes y maciega (hierba silvestre parecida a la espadaña). La perra llorisqueó y me dio un mordisco. No le aflojé, se lo juro. Sin saber cómo me hallé recordando las historias que contaban del puesto: de la mujer que murió demente mordida por un perro loco; la de los dos hombres que finaran al infeccionárseles las heridas recibidas en una pelea con chanchos del monte. No cabían dudas. Ahí, en el tronco del sauce, se hallaban las cruces con los nombres de los difuntos. Las adornaban flores secas, coronas de papeles brillantes y descoloridos crespones negros. Desde muchacho escuché esos cuentos, pero no los tomé por cierto. Para mí eran cosas de viejos.
-¡Ahjá! Alguna vez me contaron algo por el estilo.
- Así ha de ser. A pesar de que confiaba en mi coraje, no quería jugar el pellejo en una ventura extraña que llevaba las de perder. Solito mi alma en la oscuridad y sin nadie que me favoreciera. No esperé más. Olvidándome de las pulgas, me encaminé hacia el rancho. Tenía marcos pero no las hojas de las puertas. Allí estaría tan indefenso como afuera. Otro grito que se cortaba en sollozos escuche en un acheral cercano a los corrales. Algo como eso había sentido una vez en unas taperas del Pucará. Ahí unos pastorcitos murieron quemados. Dos chicos revoleaban el pañuelo en los carnavales. Pero esa vez fueron llantos de criaturas y no el alarido-sollozo-risa que ponía los pelos de punta. Me acordé del cañizo. Acerqué un banco y trepé llevando a la perra. Al poco rato, nomás oí que rasgaban los pellones y la carona (tela o cuero que se pone debajo de la silla) del ensillado. Algo corría de un lado a otro, como buscándome. Al acercarse me envolvió el hedor que despedía. Cuando entró al rancho, se llevó por delante el banco por el que había subido. Fue hasta la otra pieza y oí el batifondo de bancas y tarros. Al no dar conmigo, se revolvía furioso. Era un bulto negro, como de perro o ternero. Parecía crinudo pero no podía distinguirle cabeza ni rabo. En eso, por mi brazo corrió caliente el orín de la perra. Mientras le tapaba el hocico, sentía temblar al animalito. El bulto o bicho, en un continuo ir y venir, sin sosiego. De rato en rato se alejaba y volvía gritando. Mientras me refugiaba en el cañizo pensé que vivimos en dos mundos: el de la luz y el de las sombras. Que éste también tiene sus seres. Que es mejor no toparlos. ¿Testigos de qué dramas eran el rancho, el sauce con sus cruces, los corrales? Muy lentamente fue pasando la noche. Sería cerca del alba cuando el bicho se echó a lo ancho de la puerta, como sitiándome. Al comenzar a refrescar me di cuenta que el alba se acercaba. Me armé de coraje. Del techo saqué cañas y les di fuego al tiempo que me dejaba caer del zarzo (tejido plano de cañas, varas o mimbre) animando a la perra. El pobre animal aulló lastimero. Se metía entre las piernas, como atajándome. Por suerte, algunas pajas caídas pegaron fuego a unas viejas bolsas y palos resecos. Saqué el puñal. Insulté. La humareda se tornó irrespirable. Además había peligro de que el rancho se incendiara. Resolví abandonarlo. Tomé un tizón y se lo arrojé al bulto. Seguramente di en el blanco. Oí un grito desgarrador y un reventón. En seguida se llenó el aire con olor a azufre. Por un hueco que hacía de ventana, en la parte posterior, abandoné el rancho. Allí aguardé. Cuando el día aclaró del todo fui a ver qué había pasado. Del bicho sólo quedaba un montón de cenizas, se lo juro. Debajo del sauce, en el suelo, mi montura destrozada. Un crespón negro y una corona. La cruz de la mujer demente había desaparecido.

 

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LA CRECIENTE:

Don Ventura Perdigones era un gallego verdulero que había en Salta.
Desde Vaqueros, donde tenía su hortaliza, llevaba todas las mañanas al pueblo una arganada (contenido de las árganas, cilindros de cuero crudo abiertos por la parte superior que se emplean para llevar a lomo de caballo diferentes mercancías) de verduras frescas para vender por las calles.
Vaqueros es un lugar que dista dos leguas de la ciudad, y está situado en la margen izquierda del río de ese nombre.
Y digo río porque se llama así en mi tierra, mal que pese al estricto sentido del vocablo, lo que en invierno apenas parecen arroyos apacibles, y en verano se tornan con las lluvias en formidables avalanchas de barro y piedras.
Una mañana venía el Vaqueros por demás crecido, como dice la gente de provincia. La noche anterior había caído una tormenta en los cerros, y, con tumultuoso estrépito, las turbias aguas arrastraban gruesos troncos y pesados pedrones.
A lo largo de la orilla, numeroso paisanaje a caballo esperaba que pasase lo recio de la crecida para atravesarlo.
Perdigones, encaramado a su asno, estaba allí con las árganas repletas de repollos y lechugas. Quería pasar cuanto antes, sin atender a los consejos de algunos que le señalaban el peligro; y porfiadamente taloneaba a su bestia, y se paraba en los estribos a ver por dónde se lanzaría.
Y Perdigones que sí y el jumento que no, bruto y hombre pugnaban por hacer cada cual su gusto, con grande regocijo y mofa de los presentes.
- No dentre don Ventura. Mire que la creciente lo va a trapiar - decía uno.
- De ande lo han de convencer, si este gallego es más porfiao que una clueca - gritaba otro.
- Asojítese bien, no sea que se pierda los yolis (árganas) - vociferaba un tercero.
- ¡Vaya, vaya, hombre! - contestaba Perdigones - . Paréceme a mí que no hay motivo pa' tanta alharaca. Por lo que es éste, a mí no me gana - decia del asno, y lo molía de firme.
Al fin triunfó Perdigones, si bien más le valiera no haber triunfado; porque zamparse el burro, desquiciarse de la montura los yolis, y hacerse una balumba (desorden, barullo, bochinche) de hombre y bestia, y reatas y verduras, todo fue uno. La rápida corriente los arrastraba.
Los gauchos armaron al punto sus lazos y se los arrojaron al infeliz de don Ventura, que a manotones y zambullidas y vueltas de carnero en medio del agua, ni pudo, ni atinó con los auxilios.
Y mal acaba el lance, si no logra prenderse, con todas las fuerzas que le restaban, a las raíces de un sauce ribereño.
Y ya en tierra firme, pasado el susto, un paisano le dice al gallego:
- Velay, pues, ño Ventura, aura que se ha salvao, dé gracias a Dios; porque esto ha sido un milagro.
Y el gallego, malhumorado y tiritando, le contestó:
- Hombre, dí tú gracias al sauce; que las intenciones de Dios fueron ahogarme.

 

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