El rastreador

Al D. Juan Draghi Lucero.
In memoriam.
 

Volver

Sí, señores, soy de Cuyo,
la tierra donde ha nacido
ese rastreador Calíbar,
por todos tan conocido.

No le pongo comparancia
en el arte que solía,
pero digo que Juan Sosa
en nada desmerecía.

Y tal vez se le igualara,
porque, aplicado a rastrear,
tenía recursos y ardides
que nadie ha de imaginar.

Era ese Sosa del que hablo
hombre de Villa Mercedes,
justamente de San Luis,
como un servidor de ustedes.

Vio allí la primera luz
y, aunque nacido en poblado,
de muchachito vivió
en Médano Colorado.

Temprano supo lo que eran
desiertos y secadales,
poblando en el Corralito
con sus pocos animales.

Y en arrias de largo andar
que para el caso destaco,
va de Pozo de las Brujas
a Médano del Guanaco.

Así se endurece y curte
en esa vida sencilla,
viviendo como de nada,
lo mismo que la jarilla.

Apenas cambia un saludo
en cualquier casual encuentro,
ensimismado como anda,
porque vive para adentro.

Y aunque pareciera ausente
de casos y sucedidos,
todo registran sus ojos
chiquitos y renegridos.

Bajo esos cielos sin nubes
y en esa vida callada,
se le afinan los alcances
del alma y de la mirada.

Y claritas se le muestran,
de una manera completa,
la pisada que despista
o la intención más secreta.

Distingue un rastro entre mil
y puede decir al tiro
qué mula ha pasado ayer,
más liviana que un suspiro.

Porque atiende a lo profundo
del rastro, y, según y cómo,
sabe si anda sin jinete
o lleva peso en el lomo.

No hay huella que se le escape,
ni por leve ni por honda.
Ni confundirlo consiguen
los remolinos del zonda.

Pues donde todos no miran
otra cosa que un hoyito,
él la seña más patente
ve dibujada y clarito.

De pronto, como cubriendo
los ojos de unos reflejos,
pensativo se ha quedado,
como mirando a lo lejos.

Y sale con rumbo fijo,
con cabal seguridad,
porque en las huellas del aire
ha olfateado la verdad.

Así, sin dar a ninguno
la menor explicación,
como inspirado por algo
parte en cierta dirección.

Y yendo derechamente
o haciendo un preciso ruedo,
al malhechor que descubre
lo señala con el dedo.

No habrá quien le ponga peros
a su fundada sentencia,
pues para rastrear culpables
le sobran ciencia y conciencia.

Y ni el más pintado juez,
en semejante ocasión,
le ha de discutir el fallo,
ni por equivocación.

Porque es igual que si Dios
desde arriba enviado hubiera
el rayo de la justicia
que a la tierra descendiera.

Vanas serán las argucias
que imagine el perseguido
para turbar a Juan Sosa
o dejarlo confundido.

Marchar y retroceder;
andar, si es del caso, a gatas;
descalzarse aquí las botas
para calzar alpargatas;

Subirse a un árbol; bajar;
seguir; girar en redondo;
meterse en algún arroyo
y avanzar por lo más hondo;

Borrar con cuidado extremo
la más liviana pisada:
nada logra el perseguido,
porque su suerte está echada.

Si sale de algún canal
de los que corren en Cuyo,
lo venden las gotas de agua
que han salpicado algún yuyo.

Puede, por disimular,
atarse un pañuelo al pie;
parece que ese Juan Sosa
nada mira y todo ve.

El afán del reo por
disimular donde pisa,
merece del rastreador
una callada sonrisa.

Por sentir que compromete
el honor de su persona,
a mayor dificultad
más se empecina y encona.

Pues el don particular
con que el Creador lo ayuda,
sin negar a quien lo dio
nadie ha de poner en duda.

Él ve donde nadie ve,
metido en su pensamiento:
en los médanos, la huella;
las señales en el viento.

Y atando perdidos cabos,
muestra con finas razones
las enredadas argucias,
las torcidas intenciones.

Así lo avanzó la edad,
en esa vida sencilla:
las arrias y los rastreos,
el mate y la sopaipilla.

Murió más que centenario,
entre esa gente vallista,
sereno en su desventura
de haber perdido la vista.

Poco antes de que sus ojos
dejaran de tener lumbre,
cargado de años, rastreaba,
por placentera costumbre.

En su paz reposará,
libre de afán y desvelo.
No mucho le habrá costado
rastrear las huellas del cielo.

Lunes, 15 de marzo de 1972.

Volver